Alain Monestier – Los grandes casos criminales – Ed. Prado – Madrid, 1992
Asesinando a sus padres, Violette Nozière cautivó al público de los periódicos y al de la vanguardia poética, para la que el crimen era el acto surrealista por excelencia.
André Breton encontró a Violette Nozière «metafísica hasta la punta de los dedos»; inspiró a Paul Eluard y a René Char unos poemas que fueron publicados en Bruselas en 1933. Estaban ilustrados con grabados de Magritte, Giacometti, Salvador Dalí e Yves Tanguy.
Desgraciadamente, para la más célebre parricida del siglo, los jurados de la Audiencia del Sena no tenían fibra surrealista. Por su sensibilidad, estaban más cerca de los cantantes callejeros que, en 1934 -año del proceso- lanzaban una endecha titulada El drama en todo su horror.
Convicta de haber matado a su padre haciéndole absorber veneno, Violette fue condenada «a ser llevada descalza, con la cabeza cubierta por un velo negro, a la plaza pública, para ser allí ejecutada». Como desde hacía mucho tiempo ya se había perdido en Francia la costumbre de guillotinar a las mujeres, fue indultada por el presidente Albert Lebrun.
Algunos opinaron que aquella medida era improcedente. Hubo protestas indignadas. No cabía duda sobre la culpabilidad de la joven, y buena parte de la opinión pública estaba harta de oír a la prensa hablar diariamente de la vida malsana de aquella que Robert Brasillach llamaba «una mala pequeña heroína pálida y extenuada».
El caso es que después de haber llenado las crónicas e inspirado una aversión casi general, la ilustre criminal supo, con un arrepentimiento ejemplar y un final de vida edificante, justificar la clemencia de la cual se había beneficiado.
La aspiración a una existencia ociosa
Desde el principio hasta el final, la vida de Violette Nozière se sale de lo normal. Hija de un modesto empleado del P.L.M. (compañía de ferrocarriles de París-Lyon-Mediterráneo), había nacido en Neuvy-sur-Loire el 11 de enero de 1915, y había pasado en París, en un apartamento interior de dos habitaciones del n.º 9 de la calle Madagascar, una infancia pobre y desesperadamaente monótona.
Aquella vida apagada, además del efecto agobiante que unos padres demasiados posesivos consagraban a su hija única, muy pronto le hizo desear huir. Para ver otra cosa, para respirar un poco, se acostumbró a vagabundear, hizo relaciones más que sospechosas y, con apenas 16 años, cogió la sífilis dedicándose a la prostitución.
Aquel tipo de vida le proporcionó los medios de escapar del ronroneo fastidioso de la casa paterna y le permitió llevar en los cafés y las discotecas de mala fama del barrio Latino la existencia ociosa y agitada con la que soñaba.
El encuentro con un estudiante de derecho llamado Jean Dabin iba a transformar en drama aquella vida de desenfreno. Segura de haber encontrado al hombre de su vida, Violette se convirtió en la amante de aquel gran chico demacrado y sin recursos a quien, ciertamente, no le sobraban escrúpulos.
Dabin se hizo mantener por la joven, que le había ocultado cuidadosamente la miseria de sus padres y presumía de pertenecer a una rica familia. Para agenciarse el dinero necesario para la manutención de su amante, Violette seguía haciendo pases en los camerinos de la Escuela de Bellas Artes y se puso ocasionalmente a robar a sus padres, que ignoraban tanto aquel idilio como la vida oculta de su hija.
Fue después de unos meses cuando Violette concibió el proyecto que debía llevarla ante los tribunales. Perdidamente enamorada, decidió marcharse con Jean Dabin, vivir con él. Para eso, tenía que disponer de algunos recursos y sobre todo ser realmente libre, pues, con sólo 18 años, aún era menor de edad. Violette tenía un solo defecto: le faltaba moderación. Tomó pues, sin consultar a Dabin, la resolución expeditiva de hacer desaparecer a sus padres y de apoderarse de sus ahorros.
Puesta en escena
Gracias a una falsa receta médica, consiguió dos dosis de veronal y se las llevó a sus padres de parte del médico que cuidaba a ambos. Aunque su aspecto era distinto al del que tomaba normalmente, Baptiste Noziére bebió el brebaje, del que no sospechó en absoluto. Murió en el acto. Su mujer, más desconfiada, sólo absorbió la mitad. Tiró el resto y cayó en coma. Ante los dos cuerpos tumbados en el suelo, la joven se creyó huérfana.
Cogió todo el dinero en metálico que encontró en la casa y, sintiéndose libre, corrió a pasar la noche en un hotel.
A la mañana siguiente, volvió a la calle Madagascar; los cuerpos seguían en el mismo sitio. Sin percatarse de que su madre no estaba muerta, sino solo desmayada, abrió el gas con el propósito de hacer creer en un suicidio y avisó a los bomberos. Para su desgracia, el capitán tenía buen ojo. Se dio cuenta enseguida de que la señora Noziére no estaba muerta.
Inmediatamente, la hizo llevar al hospital Saint-Antoine, donde los médicos lograron salvarla, no sin haber comprobado que no estaba asfixiada, sino realmente envenenada. El bombero notó por otra parte que el consumo de gas no había sufrido un aumento importante. La escenificación organizada por Violette con una increíble ligereza no había funcionado. Ya aparecía como sospechosa.
El intento de huida que protagonizó al día siguiente, cuando los policías querían carearla con su madre, la señaló como culpable. Detenida en la plaza del Étoile cuando saboreaba tranquilamente un helado de fresa, fue inculpada de crimen con premeditación.
De la condena a la redención
Su proceso se abrió ante la Audiencia del Sena el 10 de octubre de 1934. Fue el acontecimiento del año, y tanto más cuanto que los poetas y los artistas surrealistas ya habían hecho una heroína de aquella en quien querían ver una rebelde.
Germaine Noziére se presentó como parte civil contra su hija. Violette negó haber querido matar a su madre, pero reconoció el asesinato de su padre afirmando, para justificarse, que éste, «olvidando que era su padre, había abusado de ella varias veces», acusación que por cierto es de los [lo] más dudosa.
Jean Dabin, citado como testigo, causó el peor efecto sobre el jurado. Habiendo confesado que había vivido de los regalitos de su amante, salió de la audiencia bajo los abucheos de la muchedumbre, habiendo logrado únicamente aumentar la aversión que el proceso inspiraba. Fue echado de la Universidad y se alistó en la Legión extranjera.
Tras unas conclusiones sin piedad por la parte del fiscal, el abogado de Violette Nozière, el señor de Vesinne-Larue, sólo pudo alegar el desequilibrio mental y «seguramente pasajero de una adolescente enajenada», a disgusto en su vida de pequeña burguesa. Retomó en suma toda la argumentación de inteligencia obcecada del psicoanálisis, que sacó a relucir para la ocasión al buen Sigmund Freud, el complejo de Edipo y toda la mitología de la Antigüedad. Gracias a ella, Violette se había convertido en un problema mayor de la civilización occidental.
Pero todo fue en vano. El procurador de la República, muy duro con respecto a la acusada, a quien llamaba con desprecio «la hija Noziére», pidió para ella la pena de muerte.
Conocemos la continuación de la historia: el indulto, la redención. Violette Nozière pasó en total diez años en la cárcel. Liberada por buena conducta el 29 de agosto de 1945, fue definitivamente indultada por el general De Gaulle en febrero de 1946.
Rehizo su vida de un modo irreprochable, se casó con un cocinero llamado François Coquelet, del cual tuvo cuatro hijos, y llevó su bondad hasta el punto de acoger a su anciana madre. Fue rehabilitada en 1963, tres años antes de su muerte.
El drama en todo su horror
Al son de «Quand on s’aime bien», los parisienses tarareaban entonces: «Envenenó a sus padres / la cobarde Violette Nozière / riéndose de su calvario / para sacarles dinero / sin piedad por los blancos cabellos / de los que la trajeron al mundo / esta pordiosera vagabunda / ha cometido ese crimen monstruoso».
En Nuestra preguerra, Robert Brasillach escribió: «Ante la entrada en escena del nacional-socialismo alemán, la Francia burguesa del año 1933 tenía otras preocupaciones. En pleno verano no se hablaba de Hitler, sino de una pequeña envenenadora que había matado a su padre, que estuvo a punto de matar a su madre y que había vivido en el barrio Latino entre los estudiantes sospechosos a los que proporcionaba dinero y sífilis. El drama de Violette Nozière contenía toda una prensa dedicada a la infamia, que se apasionaba por el éxito de esos últimos años como no lo había hecho nunca».
La leyenda de Violette Nozière fue propagada en la calle por cantantes ambulantes que vendían los libretos y enseñaban el estribillo y la estrofa a los curiosos. Su juicio fue uno de los últimos grandes casos criminales difundidos de aquel modo.
¿Relaciones incestuosas?
Violette reconoció haber matado a su padre, pero siempre negó formalmente haber querido hacer padecer la misma suerte a su madre. Para justificar su crimen, se explicó en estos términos: «Estaba harta. Desde hacía diez años me obligaba a las peores complacencias hacia él. Era una obsesión casi continua. Si me resistía a sus violencias, me pegaba, y me amenazaba de muerte si contaba la verdad a mi madre. Todavía la víspera del día en que decidí liberarme de esta servidumbre tuve que sufrir un terrible asalto».
¿Acusaciones falaces?
Las acusaciones de incesto hechas por Violette Nozière contra su padre dejaron al jurado escéptico. Su único efecto fue que la parricida resultara aun más antipática. Unánime, la prensa denunció «el carácter odioso de los argumentos que había utilizado».
Uno de la Legión
Jean Dabin estaba de vacaciones en Sables d’Olonne en el momento del drama. Su complicidad fue por lo tanto descartada. No salió sin embargo muy airoso del proceso. Obligado por el escándalo a dejar la Universidad, se alistó en la Legión y se fue al sur de Túnez. Allí contrajo la enfermedad de la cual murió en el Val-de-Grâce en 1937; tenía 24 años.
Violette y el surrealismo
Max Ernst ha dedicado a Violette Nóziére una pintura: Homegaje a Violette.
Paul Eluard ha escrito: «Violette ha soñado con deshacer. Ha deshecho. El horrible nudo de serpientes de los lazos de la sangre».
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